Texto por: Francisco Perera Rieder

Un tema de conversación recurrente entre los biólogos es por qué hacemos lo que hacemos. No me refiero a la razón por la cual nos dedicamos a estudiar los fascinantes organismos con los que compartimos el planeta, sino más bien a la pregunta de ¿por qué disfrutamos ponernos en situaciones tan incómodas y en ocasiones peligrosas?

Para la gente de ciudad puede ser un tanto difícil comprender por qué razón hoy, que contamos con tantas comodidades del mundo moderno, nos encanta “sufrir”. Y aunque algunas veces no hay de otra, ¿por qué nos encanta ir a dormir en el suelo y agonizar de frío durante la noche para levantarnos a las 5 de la mañana y morir de sed bajo el sol del desierto? ¿Cuál es nuestra motivación de servir de alimento a cientos de mosquitos y sanguijuelas en la selva mientras nosotros comemos latas de atún? ¿Con qué finalidad caminamos cientos de kilómetros con ampollas en los pies y una pesada mochila sobre la espalda?

Y es que desde cierto punto de vista parecemos masoquistas, puesto que sí nos duele la espalda al final de la caminata, sí pasamos hambre y sí nos meriendan los mosquitos, y al final del día lo único que queremos son 5 minutos bajo la regadera y nuestra cama. Pero en nuestra extraña forma de ver las cosas, los pros de pasar tiempo en la naturaleza “sufriendo” opacan por mucho los contras.

Son los increíbles momentos y experiencias que vivimos gracias a estos malos ratos los que hacen que todo valga la pena. Simplemente, hay cosas que tienes que ver con tus propios ojos y experimentar con tus propios sentidos para poder comprender. Sentarte en un tronco alrededor de una fogata y ver un cielo tan despejado con tantas estrellas que alcanzas a ver la Vía Láctea sobre ti y con tantas estrellas que te transporta fuera de este planeta. Vale la pena levantarse temprano y ver el amanecer con los cantos de las aves como música de fondo y sentir como el mundo despierta a tu alrededor y endulza un poco el amargo café instantáneo de tu termo.

Disfrutando uno de los cielos más estrellados que he visto desde un muelle en la selva de la península de Yucatán.
(Foto: Francisco Perera)

Estar en lo que muchos llaman “la mitad de la nada” te transporta a un modo de vida un tanto más simple, donde te levantas y te acuestas con el sol. La falta de energía eléctrica y señal te hacen vivir en el momento y tus preocupaciones dan un giro de 180 grados. No existe un lugar con tanta paz como la que encuentras a kilómetros del mundo “civilizado”. Cuando después de caminar por horas por fin llegas a la cima de esa montaña y lo único que escuchas es el viento que corre entre los árboles mientras observas los infinitos valles y desiertos que se extienden a tus pies te sientes tan insignificante pero también tan competente que se vuelve en mi opinión adictivo.

Observación y descripción de algas recolectadas en nuestra primer salida de campo con la universidad a La Mancha Veracruz.
(Foto: Francisco Perera)

Creo que todos los biólogos tenemos un poco de Jacques Cousteau o de Sir David Attenborough dentro de nosotros. Tenemos esa hambre de aventura y de saber qué se encuentra tras la siguiente colina o a la vuelta del río. Ese apetito por lo desconocido nos impulsa a caminar un kilómetro más con tal de poder avistar a ese puma tan escurridizo que llevamos semanas buscando y que se ha vuelto una obsesión.

Y cuando por fin llega el momento en que estamos frente a ese animal tan increíble, del cual hemos leído tanto que parece que lo conocemos como un viejo amigo, perdemos el aliento. Estos momentos pueden llegar a ser tan mágicos como ver un grupo de ballenas con sus ballenatos desde una panga o sentir la nerviosa mirada de un venado mientras caminas por el bosque. Pero también pueden ser tan insignificantes como escuchar el crujido de una rama en la mitad de la selva o encontrar una excreta vieja de jaguar, que nos indica que estamos en el lugar correcto. Estos momentos tan efímeros, que sin embargo bastan para que los seres vivos adquieran substancia, provocan un río de sentimientos y sensaciones que van desde la adrenalina y el asombro hasta el logro y la gratificación.

Un ballenato de ballena gris (Eschrictius robustus) nos espía durante un encuentro con estos increíbles animales en la Laguna Ojo de Liebre, Baja California.
(Foto: Francisco Perera)

La compañía de amigos y esos otros “locos” como tú con los que compartes todas estas experiencias es otra de las principales razones por las que toleras todas esas dificultades de estar en el campo. Nunca faltan las risas y anécdotas junto a la fogata después de un largo día bajo el sol. Las bromas y chistes que nadie más entiende convierten a los que alguna vez fueron extraños en amigos de toda la vida. Te das cuenta de que no estás solo y que las mejores experiencias son aquéllas que puedes compartir con alguien que las disfrute tanto como tú.

Mi generación de licenciatura y una buena colecta de hongos en las faldas del Pico de Orizaba.
(Foto: Jerónimo García)

Y es que sin duda alguna los biólogos estamos un poco locos. ¿Por qué las ganas de ir a sufrir? Pero cómo le explicas a alguien lo bien que se siente que te caliente el sol al amanecer después de una noche de frío, o que las mejores comidas son ésas que compartes alrededor de una fogata después de caminar 20 kilómetros bajo el sol, o la felicidad y el triunfo que sientes cuando por fin te encuentras frente a ese oso que llevas meses rastreando. Al final del día, en realidad no sufrimos, porque todas esas dificultades que debemos resistir son una baratija que debemos pagar para poder hacer lo que amamos.

“Encuentra lo que amas, y deja que te mate.”

                                                                                     -Charles Bukowski

Cubierto de arena y sudor, pero feliz con una cubeta llena de crías de tortuga verde (Chelonia mydas) rescatadas después de realizar inspección de nidos en la isla de Cozumel.
(Foto: Yael Schoeppe)