Este título contiene dos sentidos. El primero, más específico, es una expresión de agradecimiento hacia todas aquellas personas y grupos, mexicanos y extranjeros, que acudieron en ayuda de las víctimas de los terremotos de este septiembre negro en México. El segundo sentido, más general, implica una reflexión sobre las bases biológicas de la solidaridad.

En un mundo en el que lamentablemente no faltan noticias sobre la capacidad humana de hacer daño, tanto al planeta, a otros seres vivos y a sus propios congéneres, no deja de parecerme asombroso y alentador el hecho de que la mayoría seamos capaces de sentir, física o emocionalmente, el dolor y sufrimiento de otras personas y, ante todo, que la reacción de muchos hombres y mujeres ante el dolor compartido sea la urgencia de hacer algo para ayudar a repararlo.

Aunque la solidaridad –como unidad de un grupo a partir de sus intereses, objetivos, estándares y simpatías– es un concepto sociocultural, los actos que de ella emanan, como el apoyo y ayuda mutua sin mediar recompensa, están tan íntimamente relacionados con la predisposición de humanos y de otras especies hacia la sociabilidad, que pueden considerarse un producto de la historia evolutiva.

El primero en asociar la solidaridad con la biología fue el ideólogo anarquista de comienzos del siglo XX, Piotr Kropotkin, quien en su obra de 1902, Apoyo mutuo: Un factor evolutivo, revisa la capacidad de cooperar de humanos y animales como un mecanismo de supervivencia, y fundamento importante para la evolución de las instituciones sociales.

En este sentido, si hurgamos más profundamente, la propia solidaridad está sustentada por elementos que forman parte del “repertorio” emocional y cognitivo de los seres humanos, como la compasión, el altruismo, la conducta prosocial (la propensión a asumir voluntariamente conductas que benefician a otros), y de manera más fundamental, por la empatía.

De acuerdo con el investigador Jamil Zaki, director del Laboratorio de Neurociencia Social de la Universidad de Stanford, aunque como individuos los humanos parezcamos “islas físicas”, en el nivel psicológico estamos profundamente interconectados. No solamente compartimos nuestros estados mentales internos; también pasamos gran parte del tiempo pensando sobre las experiencias de los demás.

Zaki señala que “el término empatía captura estos fenómenos, y describe la porosa naturaleza de las emociones compartidas a través de los límites interpersonales”.

En un artículo sobre la empatía, publicado para la cuarta edición del Handbook of Emotion, Zeki y Kevin Ochsner definen esta fuerza emocional, que se extiende de las relaciones cercanas a la cooperación en gran escala, como “la habilidad y propensión a compartir y comprender los estados internos de los demás”, y subrayan la idea de que se trata de un concepto que tiene muchas facetas, con distintos componentes, relacionados entre sí.

Dos de esos ingredientes, que han sido los más estudiados en los últimos 20 años, son la “experiencia compartida” y la “mentalización”.

El primero se refiere a la tendencia de las personas de experimentar “en carne propia” los estados afectivos, e incluso las sensaciones y reacciones del otro. Como cuando literalmente sentimos dolor si vemos que alguien más se golpea un dedo con un martillo.

La mentalización, por su parte, es el razonamiento explícito de una persona sobre los estados internos de los demás, a partir de teorías basadas en la idea popular de que cada situación produce diferentes estados mentales; lo que tiene su origen en la “teoría de la mente”, o la suposición de que otros seres también tienen un mundo interior como nosotros.

A diferencia de la experiencia compartida, que parece ser más automática, rudimentaria e innata, la mentalización aparece en los humanos hasta después del primer año de vida, se desarrolla durante la primera infancia, posiblemente junto con otros procesos cognitivos, y no es automática, pues puede ser inhibida; por ejemplo, cuando deliberadamente no prestamos atención.

Es importante señalar que varias especies no humanas parecen también tener impresionantes habilidades, tanto para compartir experiencias como para mentalizar los estados internos de sus congéneres y de otros seres. De hecho, la presencia de estas capacidades posiblemente es uno de los factores que ha permitido el entrenamiento y oportuno desempeño de los perros de rescate.

En su artículo “Putting the Altruism Back into Altruism: The Evolution of Empathy”, el primatólogo Frans de Waal señala que se tiene cada vez más evidencias de que el mecanismo de la empatía es tan antiguo como los mamíferos y las aves. “La percepción del estado emocional del otro automáticamente activa representaciones compartidas, causando un estado emocional equivalente en el observador. Con el aumento de la cognición, esta equivalencia evolucionó en formas más complejas, incluyendo la preocupación por el otro y la habilidad para asumir su perspectiva”.

Aunque de Waal habla de mamíferos y aves, Zaki afirma que la experiencia compartida en otras especies también podría guiar una conducta social por adaptación, incluso en ausencia de la capacidad de tener representaciones cognitivas de los estados internos de los otros miembros del grupo.

Pese a que la experiencia compartida y la mentalización parten de diferentes sistemas neuronales –y aquellos relacionados con la segunda también se asocian con procesos como la memoria autobiográfica, navegación mental y la prospección del futuro–, los estudios que miden la empatía en contextos realistas han observado que ambas habilidades están intrínsecamente conectadas, y se relacionan con un tercer componente esencial de la empatía: la motivación para una conducta prosocial, o el impulso que lleva a los individuos que comparten y comprenden los estados emocionales de otros a ayudarlos.

Por ejemplo, un equipo de investigadores de la Escuela Internacional de Estudios Avanzados de Trieste, en colaboración con la Universidad de Udine, en Italia, desarrolló recientemente un ambiente virtual, que simula un edificio en llamas, para estudiar los orígenes del altruismo.

Los resultados de su experimento indicaron que la mayoría de sus participantes (65%) se detuvo a rescatar a personas lastimadas, a pesar de poner en riesgo su persona (virtual).

En comparación con aquellos que eligieron escapar sin ayudar a los demás, las imágenes cerebrales de los voluntarios altruistas presentaron un aumento en la ínsula anterior, que es un área relacionada estrechamente con el procesamiento de las emociones sociales.

Como estos individuos obtuvieron también una puntuación más alta en conducta prosocial, los científicos concluyeron que sus acciones estuvieron impulsadas por la motivación de socorrer al otro.

Es indudable que, como todos los fenómenos psicológicos, la empatía no es una característica inútil, sino que sirve a importantes conductas adaptativas, como la generosidad y cooperación humana, a través de la motivación de la conducta prosocial, o el deseo de ayudar a los demás.

Si bien algunos expertos consideran que esta motivación prosocial es consecuencia de la experiencia compartida y de la mentalización, otros investigadores, como Daniel Batson, la han descrito como un elemento de la empatía, similar a aquellos dos procesos.

Zaki y Ochsner piensan que ambos enfoques encajan perfectamente: la motivación prosocial puede considerarse parte de la empatía que surge de la mentalización y de la experiencia compartida, pues los individuos que comparten automáticamente los estados mentales de otros, y también los comprenden, naturalmente deben interesarse por esos estados.

O, como lo establece Helen Weng, colaboradora del Center for Healthy Minds, la compasión (en el mismo sentido que la conducta prosocial) tiene cuando menos dos componentes: uno emocional, de interés empático y solícito ante el sufrimiento del otro, y un componente cognitivo y motivacional que desea aliviar ese sufrimiento.

No obstante, esto no siempre funciona así. Algunos datos de investigaciones sugieren que, igual que con otras emociones, las personas pueden tener fuertes motivos para evitar la empatía; por ejemplo, cuando saben que será dolorosa o costosa, o cuando interactúan con personas que no pertenecen a su grupo (familiar, social o nacional).

Incluso existen instancias en las que es aconsejable evitar o modular la empatía, como en los casos de voluntarios, cuidadores y profesionales de la salud, que de otro modo se arriesgan a sufrir lo que se llama burnout, o “fatiga de empatía”, que es la sensación de sentirse abrumados por el sufrimiento de otras personas.

Si, como afirman Zaki, Ochsner, y otros investigadores, la empatía no es una emoción fija y estable, sino que puede (y a veces debe) regularse de manera voluntaria, en un ejercicio en el que participan nuestras habilidades cognitivas y volitivas, ¿no es ésta una mayor razón para agradecer a todas aquellas personas que, ante las horribles consecuencias de los terremotos de septiembre, deliberadamente optaron por no permanecer al margen de la situación?

Verónica Guerrero Mothelet (paradigmaXXI@yahoo.com)

 

Fuentes:

Zaki, J. & Ochsner, K. (2016). Empathy. In Feldman-Barrett, L., Lewis, M., & Haviland-Jones, J. M. (Eds.): Handbook of Emotion, 4th Edition (pp. 871-884.). New York, Guilford.

Jamil Zaki, Empathy: A Motivated Account. Psychological Bulletin 2014, Vol. 140, No. 6, 1608–1647.

Indrajeet Patil, Marco Zanon, Giovanni Novembre, Nicola Zangrando, Luca Chittaro, Giorgia Silani. Neuroanatomical basis of concern-based altruism in virtual environment. Neuropsychologia, 2017. (DOI: 10.1016/j.neuropsychologia.2017.02.015)

 

Información adicional:

Chimpanzees Choose to Cooperate Rather Than to Compete (Psychology Today)

In the aftermath of disaster, social media helps build a sense of community (Science Newsline)

Batson, C.D. Altruism in Humans. New York: Oxford University Press (2011).

Dogs give friends food (ScienceDaily)

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