La idiocracia (Mike Judge, 2006) es una película satírica sobre un futuro distópico en el que finalmente han vencido la ignorancia y la estulticia en el planeta. Tras un fallido experimento de hibernación, dos personas de nuestra época (Joe y Rita) despiertan en una sociedad dominada por la publicidad y el comercialismo, y totalmente adversa a la curiosidad intelectual y la responsabilidad social. Entre otros desatinos, Joe descubre que la pérdida de cosechas que castiga el lugar se debe a que sus cultivos son regados con una bebida energética llamada “Brawndo”, producto de una corporación que se adueñó del Departamento de Agricultura, la FCC y la FDA de Estados Unidos:

Joe Bowers: ¿Qué son esos electrolitos? ¿Siquiera lo sabe?
Secretario de Estado: Son… ¡lo que se usa para hacer “Brawndo”!
Joe Bowers: Pero ¿por qué los usan para hacer “Brawndo”?
Secretario de Defensa: (Levanta la mano luego de una pausa) ¡Porque “Brawndo” tiene electrolitos!

Esta comedia nos presenta un futuro que podríamos considerar muy gracioso porque nos parece prácticamente inverosímil. No obstante, con motivo de la campaña y posterior victoria de Trump en la Unión Americana, más de un medio hizo referencia al filme como una oscura posibilidad. Y en ocasiones podemos sospechar que se acerca peligrosamente a la realidad

Hace unos días, Laura Geggel, escritora del sitio LiveScience, se tomó la molestia de corregir las absurdas declaraciones del exjugador de baloncesto Shaquille O’Neal, en relación con su “convicción” de que “la Tierra es plana”.

Geggel examinó y refutó cada uno de los motivos (falacias) presentados por el deportista, y expuso los hechos científicos que nos permiten conocer (aún sin salir al espacio) que la Tierra es un elipsoide irregular, o como aprendimos en la escuela, una esfera ligeramente achatada en los polos.

Aunque a estas alturas de la historia tal idea puede parecerle a la mayoría de las personas un completo sinsentido, sabemos que no es el único que anda rondando por allí. Y como hemos referido antes, no es éste el mejor momento para que se dejen pasar pifias como esa sin intentar cuando menos contrarrestarlas con las verdades correspondientes.

Pero aun el intento puede enfrentar obstáculos. Últimamente hemos sido testigos de que la veracidad, la correcta argumentación, e incluso la evidencia fáctica, pueden no ser suficientes cuando un grupo (o varios) ha decidido de entrada en qué quiere creer, sin importar la contradicción de los hechos, o de los razonamientos.

«El sueño de la razón produce monstruos», Francisco José de Goya y Lucientes. No. 43 de «Los Caprichos».

¿Por qué los humanos somos propensos a sostener y a propagar creencias erróneas? Una serie de investigaciones en psicología cognitiva realizadas en los últimos años sugiere que, por la propia forma como trabaja nuestra mente, el ensalzado entendimiento humano dista mucho de ser infalible.

En términos generales, este yerro –que no siempre es voluntario– se debe a varias razones combinadas:

División del trabajo cognitivo (o nuestra dependencia del conocimiento de los demás)

Cada uno de nosotros sabe un poco, nadie lo conoce todo, pero en conjunto, el conocimiento humano consigue avances impresionantes.

Ya hemos mencionado anteriormente el “sistema de memoria transactiva”, como Daniel M. Wegner llamó al conocimiento colectivo y que, en concreto, significa que todos delegamos algunas tareas mentales en otras personas, lo que nos libra de duplicar el esfuerzo y amplía la capacidad de memoria del conjunto.

Por ejemplo, cuando recibimos información nueva, automáticamente distribuimos las responsabilidades para recordar hechos y conceptos entre los miembros de nuestro grupo social particular. Así, recordamos algunas cosas y confiamos en que otros recordarán el resto, de tal forma que cuando no nos acordamos de un nombre, o desconocemos cómo arreglar una máquina descompuesta, sencillamente recurrimos a alguien más a cargo de saberlo.

Esta estrategia no se limita a recordar cuestiones cotidianas, o conocimientos prácticos. De hecho, los científicos cognitivos Philip Fernbach, de la Universidad de Colorado, y Steven Sloman, de la Universidad Brown, señalan que la mayor parte de lo que uno “sabe” sobre cualquier tema proviene de información almacenada en lugares como los libros o la mente de los expertos.

En su libro The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone (2017), Fernbach y Sloman refieren que la mente tuvo que adaptarse hasta manejar la información del entorno como un continuo de la información que reside en el cerebro, de modo que no existe un límite preciso entre el conocimiento personal y el externo. Aunque esto nos ha permitido sobrevivir y avanzar como especie, confundir la frontera entre el propio conocimiento y el de los demás nos lleva fácilmente a caer en la “ilusión de conocer”; es decir, a exagerar nuestros conocimientos reales.

En un artículo reciente, publicado en The New York Times, los autores refieren estudios realizados por Sloman, en los que se observó esta extraña ilusión. En ellos, los investigadores relataron a un grupo de participantes algunos descubrimientos científicos, como el de ciertas rocas que resplandecen.

Cuando les indicaban que la ciencia no tenía explicación para ese resplandor, y les preguntaban qué tanto comprendían la causa, los voluntarios respondían que no la entendían. Pero cuando a otro grupo se le indicó que la ciencia tenía la explicación, esos participantes refirieron tener un grado ligeramente mayor de comprensión, “como si se hubiera transmitido directamente hasta ellos el conocimiento de los científicos”.

Los investigadores señalan que este efecto sólo se produce cuando las personas creen que pueden tener acceso a la información relevante. Si, por ejemplo, se les decía que los científicos en cuestión mantenían en secreto esa información, los voluntarios dejaban de creer que entendían la causa del resplandor de las rocas.

¿Pero qué sucede cuando la gente piensa que tiene acceso prácticamente a toda la información del planeta… y que puede llevarla consigo de manera permanente?

A veces, internet empeora las cosas… (y no siempre dice toda la verdad)

De vuelta al trabajo de Daniel Wegner, sus conclusiones sugieren que ahora tratamos el internet de manera muy semejante a los “socios de memoria”, cargando recordatorios o recuerdos en la “nube”. Pero, además, internet “sabe” más, y puede reproducir la información más rápido, contrastando con los antiguos métodos de búsqueda, como recurrir a expertos o a los libros.

En principio, esto implica un riesgo bautizado por Wegner y su equipo como “efecto Google”, en el que la facilidad de guardar nuestra memoria digitalmente podría debilitar la intención de asegurarnos de que la nueva información importante se inscriba en nuestro banco biológico de datos.

Investigaciones relacionadas han encontrado básicamente que el cerebro aprende a no guardar la información que encuentra en línea, y que esa omisión se refuerza con la práctica. Una posible consecuencia de tal “pereza mental” es la disminución de nuestra capacidad analítica, pues el cerebro normalmente emplea la información almacenada en la memoria de largo plazo para facilitar el pensamiento crítico.

A ese fenómeno se suman evidencias de que internet facilita la “ilusión de conocer”. Varios estudios han observado un vínculo entre el uso de internet y el grado de eficacia que otorgan las personas a su memoria y conocimientos. En pocas palabras, se sienten más listos porque este acceso les hace pensar que la información encontrada proviene de su propia capacidad mental, y no de Google, o de Wikipedia.

Entre esas investigaciones, un experimento realizado por el psicólogo Matthew Fisher, y colegas de la Universidad de Yale, encontró que los voluntarios que buscaban información en la Web terminaban con una percepción exagerada de su propio conocimiento, incluso sobre temas que no habían buscado.

Si multiplicamos el efecto por la cantidad de personas que han adoptado este hábito, tendremos un grupo cada vez mayor de “sabios ignorantes”, una situación que se complica con la participación de otros dos elementos propios de internet y específicamente de las redes sociales.

Por una parte, al ser un espacio abierto para cualquier conocimiento, idea, postura, opinión o creencia, la influencia de internet no se limita a la ideal distribución de conocimiento nuevo y datos correctos; su propio papel de “democratizador” de la información lo ha convertido también en el medio ideal para la transmisión de todo tipo de falsedades, mitos y pseudociencias. Un enorme suministro de “expertos” para todo aquel que simplemente no quiera aceptar hechos científicos.

Simultáneamente, la organización y programación de las colmadas redes sociales como Facebook, al retroalimentarse a partir de los temas visitados o comentados por sus usuarios, han servido para envolver a las personas en su propio universo (o burbuja) de datos, en el que sólo cabe la información que desean conocer y que no pone en riesgo sus más arraigadas creencias.

De esta forma, la actual locura por internet y sus redes sociales facilita el acceso a información sesgada, lo que posiblemente contribuye a profundizar el natural sesgo cognitivo humano.

 El sesgo de confirmación y la mentalidad de ganado

Las personas efectivamente suelen buscar y elegir aquella información que confirme sus creencias previas; esto se conoce como “sesgo de confirmación”, una predisposición cognitiva ampliamente estudiada y que favorece la polarización de actitudes y creencias, el persistente apego a ideas desacreditadas y la persuasión de las supersticiones.

Tal vez el experimento más famoso sobre el sesgo de confirmación se deba a Charles G. Lord, Lee Ross y Mark Lepper, cuando eran investigadores de la Universidad de Stanford, en 1979. Para su estudio, formaron dos grupos de estudiantes, cada uno con ideas opuestas sobre la pena de muerte. Quienes estaban a favor, pensaban que podía reducir la criminalidad; sus contrarios creían que en realidad no tenía ningún efecto sobre ese problema.

Tras leer dos estudios falsos, uno con datos que apoyaban el argumento de la reducción del crimen y el otro con información que lo cuestionaba, el grupo a favor de la pena capital consideró que las estadísticas del primero eran verosímiles, en comparación con las del segundo. Desde luego que el grupo contrario pensó… lo opuesto. En consecuencia, cuando ambos expresaron nuevamente sus opiniones, cada grupo se sentía aún más convencido de sus creencias iniciales.

A los científicos cognitivos Hugo Mercier y Dan Sperber les intrigó que la biología permitiera en los humanos un sesgo tan poco práctico sin haber pagado un alto costo evolutivo. Pensemos en un pequeño mamífero propenso a apegarse a su creencia de que no tiene depredadores cerca… Su vida no duraría mucho.

Estos investigadores concluyeron que si bien la cognición humana evolucionó para argumentar, y posibilitar una comunicación efectiva, también el sesgo de confirmación debió tener alguna función adaptativa, muy probablemente relacionada con la gran sociabilidad humana.

En este sentido, proponen los científicos, la razón humana se orientó a evitar que los individuos sufrieran abusos por parte de otros integrantes de su grupo, lo que sin duda era fundamental para la supervivencia en los pequeños clanes de cazadores-recolectores. Para tal propósito, presentaba menos ventajas ofrecer un razonamiento claro, en comparación con una justificación ganadora, por sesgada que estuviera.

Sin embargo, el sesgo de confirmación tiene otro giro, también asociado con la sociabilidad humana; se trata del deseo innato de pertenecer a un grupo, asumiendo y defendiendo sus creencias (que finalmente son las nuestras, ¿o no?). Marcia McNutt, flamante presidenta de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, lo resume en pocas palabras: “Nunca abandonamos la preparatoria”. McNutt señala que todavía tenemos esa profunda necesidad de encajar, tan poderosa que incluso las verdades de la ciencia suelen ser superadas por los valores y las opiniones locales.

 Creencias e identidad personal

Porque formar parte de un grupo también tiene mucho que ver con la construcción (y protección) de nuestra identidad personal, un baluarte respaldado vehementemente por las emociones.

Las ciencias cognitivas han observado, desde hace tiempo, que aunque temas fundamentales como los que estudia la ciencia apelan a nuestro cerebro racional, las emociones son un poderoso factor de arrastre, y suelen ser el motor de nuestras creencias. Al enfrentar información nueva, las emociones nos inducen a racionalizar los datos que reafirman la idea que tenemos de nosotros, cuando son cuestionables, y a descartar aquellos que contradicen nuestras creencias, una tendencia conocida como “razonamiento motivado”.

Esta propensión permite comprender mejor por qué existe actualmente una polarización tan extrema, muchas veces asociada con las posiciones ideológicas, en asuntos como el cambio climático, que podrían dirimirse fácilmente con tan sólo analizar las evidencias.

De manera complementaria, la neurociencia ha estudiado el papel de las emociones sobre la razón, principalmente en el proceso de tomar decisiones, y ha encontrado que ambas funcionan en conjunto, con una pequeña diferencia: las emociones surgen unos milisegundos antes que el pensamiento consciente. Así, cuando aparece el razonamiento, necesariamente se establece sobre una base emocional, que ya comenzó a actuar e incluso puede desviar su curso, convirtiéndolo en una racionalización o justificación post hoc de la decisión tomada.

Arthur Lupia, de la Universidad de Michigan, ha explicado que este brevísimo lapso es –de nuevo– una “herramienta básica de la supervivencia humana”, que nos impulsa a aplicar la respuesta de “enfrentar o huir” ante la información, como hemos hecho ancestralmente frente a otros estímulos del ambiente. En consecuencia, nos acercamos a la información amigable, pero queremos mantenernos lo más lejos posible de aquella que amenaza nuestras creencias más queridas, parte esencial de lo que consideramos nuestra identidad personal.

En resumen, las ideas más arraigadas sobre algún tema no surgen simplemente de haberlo comprendido a cabalidad. Y la dependencia que tenemos de otros individuos empeora el problema: cuando las emociones dirigen nuestra decisión (de creer o no en algo) y ésta se interpreta como un acto de lealtad (o de traición) al grupo, instintivamente respondemos en consecuencia… O nos anticipamos y sólo atendemos la información de aquellos medios (incluyendo internet) que coincidan con nuestra convicción o la refuercen.

Eso es comprensible. Pero la cuestión se ha vuelto urgente: La Tierra es redonda y el cambio climático una realidad que ya comenzamos a enfrentar. En ambos casos, no importa la opinión o creencia que queramos mantener. Son hechos rotundos donde no caben contrapartes, y no un debate que deba ganarse con la retórica más elocuente.

Esto lleva a preguntarnos, ¿qué podemos hacer los defensores de la ciencia?, ¿qué pueden hacer las personas “de razón” para contrarrestar –o cuando menos equilibrar— la sesgada naturaleza humana?

…¿O tendremos que resignarnos a terminar regando nuestros cultivos con bebidas energéticas?

(Spoiler: Hay esperanzas, que comentaremos próximamente).

Verónica Guerrero Mothelet (paradigmaXXI@yahoo.com)

 

Fuente:

Sloman SA, & Rabb N (2016). Your Understanding Is My Understanding: Evidence for a Community of Knowledge. Psychological science, 27 (11), 1451-1460 PMID: 27670662

Información adicional:

Why We Believe Obvious Untruths

Why Facts Don’t Change Our Minds

William James, The Will to Believe

Searching the Internet Creates an Illusion of Knowledge

 

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