Como hemos comentado en este espacio, existe hacia la ciencia una lamentable indiferencia pública, y del público, con deplorables consecuencias para los asuntos que requieren el interés y la participación de la sociedad, como son los temas urgentes del cambio climático, la continua contaminación y destrucción de ecosistemas, o la inminente extinción de docenas de especies por la intervención humana.
Ante esta situación, que podría resolverse –cuando menos en parte– si se consiguiera una adecuada recepción de la comunicación y popularización de la ciencia, se han propuesto diversas vías para llegar a las personas.
Con anterioridad hemos mencionado la importancia de una narrativa adecuada, que busque contar historias cautivadoras o divertidas, ya bien despertando la empatía hacia los personajes o apelando al sentido del humor.
Personalmente, también he encontrado una respuesta positiva cuando la información se hace llegar por otras dos vías.
Cada una de ellas es igualmente eficaz, y al entrelazarse no sólo atrapan momentáneamente el interés de las personas, sino que son capaces de crear una mayor conciencia hacia los fenómenos naturales que estudia la ciencia, y a veces incluso de promover compromisos y acciones que parten de la convicción personal.
Ese camino doble consiste en dar énfasis a la belleza intrínseca de los sujetos y contenidos de la ciencia y, en gran medida, en recuperar la noción de que los humanos no somos entes ajenos a la naturaleza, sino parte de ella.
La belleza, ¿una aliada evolutiva?
La primera parte de esta propuesta está sustentada en la hipótesis de que los individuos estamos “cableados” para sentirnos biológicamente atraídos a aquello que consideramos bello.
Durante las últimas dos décadas, la neurociencia cognitiva, la biología evolutiva y, más recientemente la neuroestética, han sugerido que la capacidad humana para percibir, disfrutar e incluso perseguir estímulos que consideramos bellos podría ser un rasgo evolutivo, análogo a la búsqueda de placer y bienestar.
Por ejemplo, el investigador Steven Brown, director del Laboratorio de Neuroartes en la Universidad McMaster de Canadá, observó que las regiones cerebrales que participan en la respuesta hacia las obras de arte son las mismas que se asocian con la apreciación de cosas que han sido relevantes para nuestra supervivencia y evolución.
Ese tipo de investigaciones ha sumado evidencias en apoyo de teorías cognitivas de las emociones que afirman que cuando procesamos algún estímulo artístico, estético, o simplemente bello, lo que nuestro cerebro hace es evaluarlo como bueno o malo para nosotros.
Si nuestra atracción hacia la belleza realmente tiene raíces biológicas, incluso en el sentido mencionado, esta inclinación es un factor que debería tomarse en cuenta al popularizar la ciencia, principalmente cuando esta comunicación se dirige a grupos de personas que no están familiarizados con el lenguaje científico.
De esta forma, el mensaje podría ser recibido de una manera más natural e inmediata, con el efecto directo de capturar mejor el interés de las personas.
Desde luego que la idea no es ninguna novedad.
Existen incontables buenos ejemplos de esta manera de comunicar la ciencia, y tal es el caso de algunos documentales que han hecho historia, cautivando y atrayendo a millares de personas hacia temas de la ciencia (e incluso a carreras científicas), como el paradigmático Cosmos, de Carl Sagan, o las participaciones de David Attenborough en la British Broadcasting Corporation (BBC), y otras muchas producciones que reflejan la belleza de la Tierra y de las ciencias que estudian la realidad.
Resultados exponenciales
Un ejemplo claro del poder que tiene la belleza (en este caso, el encanto y la ternura) para atrapar el interés de las personas y promover cambios positivos es el del panda, un icono de la conservación.
En la década de 1990, se reconoció que el estado de conservación de este lindo animal era de “amenazado”, lo que significa un grave riesgo de extinción, por la cacería de especímenes y la pérdida de su hábitat.
La conversión de los bosques en áreas agrícolas, la tala de árboles, la cosecha del bambú y otras actividades humanas, como el desarrollo de la energía hidráulica, la minería y la construcción de carreteras, habían fragmentado su hábitat en China.
Desde 1961, la organización World Wildlife Fund (WWF) adoptó la imagen del panda como símbolo de lucha por la conservación y, poco a poco, esta imagen se extendió por el mundo, junto con la advertencia de que la presencia de este mamífero en el planeta podría no durar mucho más.
El atractivo de la efigie del panda (que parece un gran oso de felpa tierno y abrazable) y la enorme publicidad que comenzó a recibir esa especie llevaron al gobierno chino a mejorar sus métodos de conservación y a redoblar esfuerzos para salvarla.
Como resultado, la población de pandas en estado silvestre comenzó a aumentar y, en 2016, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza modificó su estado en la Lista Roja de “en peligro” al de “vulnerable”, que aunque todavía no implica una total seguridad, cuando menos significa que las cosas pueden continuar mejorando para estos animales.
Lo más interesante de este caso es que, aunque los esfuerzos de conservación de China se han dirigido prioritariamente a rescatar a los pandas, esa especie no ha sido la única beneficiada.
Gran parte de las políticas chinas de conservación se han dedicado a la restauración y protección de los bosques de altura. En el curso de varias décadas, el gobierno chino ha instaurado programas inmediatos para convertir tierras de cultivo de nuevo en bosques, prohibiendo la tala de árboles y la producción de madera, y plantando muchas hectáreas con árboles nuevos.
También establecieron reservas naturales, específicamente para proteger un hábitat adecuado para estos adorables animales.
Pero todo hábitat es compartido, y las especies que en él viven se interrelacionan de múltiples formas; en consecuencia, lo que beneficia a un ecosistema en general, beneficia también a todos sus integrantes.
Así, esas políticas han resultado muy positivas para otras especies de plantas y animales igualmente valiosos, han elevado la biodiversidad y combatido el cambio climático, de acuerdo con un estudio realizado por Jianguo Liu, director del Centro de Integración de Sistemas y Sustentabilidad de la Universidad Estatal de Michigan, y su colega Andrés Viña.
Con ayuda de imágenes de satélite, los investigadores examinaron cuidadosamente el follaje y las copas de los árboles.
Al analizar los datos, descubrieron que los bosques de las reservas protegidas, en muchos casos, han alcanzado su máximo crecimiento y densidad, y su prosperidad no solamente beneficia a los pandas.
Tanto los bosques que están dentro de las reservas, como aquellos fuera de esos límites, ofrecen otros importantes recursos, como diversidad de árboles y plantas que dan abrigo a otras especies y además absorben bióxido de carbono, un gas de efecto invernadero que contribuye al cambio climático.
Naturaleza perdida
Este tipo de buenos resultados en el campo de la conservación y de respuestas ante situaciones como el cambio climático, podrían multiplicarse el día en que los humanos se percaten de una verdad biológica: la naturaleza no está allí afuera; también los humanos somos sus criaturas.
La noción de que humanidad y naturaleza pertenecen a dos categorías distintas es un supuesto con raíces tan profundas en el pensamiento occidental, que puede remontarse al libro del Génesis.
Más adelante, en los siglos XVI y XVII, constituyó una base importante para la naciente ciencia empírica, como la asumió el filósofo Francis Bacon en su visión de la ciencia y el conocimiento práctico.
Pero, además de ser una idea errónea, ha justificado el dominio humano sobre la “naturaleza” como un derecho y un deber. Los resultados de esta falacia están a la vista de todos (o, cuando menos, de todos aquellos dispuestos a verlos).
La naturaleza se ha convertido en otro objeto de consumo y desperdicio, lo que facilita explotarla más allá de todo límite. ¿Contaminación? ¿desertificación? ¿calentamiento global?… Lamentablemente, la comunicación de la ciencia no ha conseguido que la mayoría de las personas tenga muy claras las causas … ni las consecuencias.
Sin embargo, tal vez si se estimula en ellas este perdido sentido de pertenencia a la naturaleza, la “educación ambiental”, o los problemas del calentamiento global, de devastación de ecosistemas y de especies, podrían convertirse en una responsabilidad que les concierne de una manera más directa e inmediata, como un asunto que afecta a su propia familia.
Pero esta vía no es útil solamente en la divulgación de contenidos ecológicos. Al comunicar cualquier asunto estudiado por la ciencia, tanto el uso del humor, como apelar a la belleza y al sentido de pertenencia, pueden servir como puente para superar diferencias o deficiencias en la comprensión de los temas científicos entre distintos grupos de la sociedad.
Además, y no menos importante, en un mundo plagado de calamidades, pocas imágenes (reales o metafóricas) son tan inspiradoras, o cuando menos tan placenteras, como las que suele ofrecer la ciencia. No debemos pasar por alto la necesidad humana de encontrar belleza incluso (o sobre todo) en tiempos difíciles.
En resumen, sin desviarnos de los lineamientos que deben gobernar la comunicación de la ciencia, como la adherencia a los hechos, la confirmación de la legitimidad y credibilidad de las fuentes, la presentación de contraargumentos válidos de otros integrantes de la comunidad científica, y sin olvidar que la ciencia es un proceso, también sería recomendable cuidar la forma, otorgando igual valor a la belleza intrínseca de sus fenómenos y procesos.
Es importante comunicar que la ciencia es útil, pero también ayuda demostrar que su belleza puede sorprendernos.
Verónica Guerrero Mothelet (paradigmaXXI@yahoo.com)
Fuente:
Andrés Viña, Jianguo Liu. «Hidden roles of protected areas in the conservation of biodiversity and ecosystem services«. Ecosphere, 2017; 8 (6): e01864 DOI: 10.1002/ecs2.1864
Información adicional:
«Challenging Mainstream Thought About Beauty’s Big Hand in Evolution» (The New York Times).
Brown Steven et al, “Naturalizing aesthetics: brain areas for aesthetic appraisal across sensory modalities”, Neuroimage. Sep 1;58(1):250-8. Jun 15, 2011.
Ramachandran Vilayanur, William Hirstein; “The Science of Art: A Neurological Theory of Aesthetic Experience”. Journal of Consciousness Studies, 6, No. 6-7, 1999.