Australopithecus_afarensis

Existen registros fósiles de nuestros antepasados, los humanos modernos, con cerca de 200 mil años de antigüedad, pero no tienen más de 50 mil años las evidencias arqueológicas y paleontológicas de un florecimiento cultural, en la forma de creaciones artísticas, de la producción de herramientas fabricadas con huesos y cuernos, pedernales tallados, lanzas, piedras para moler, equipos para pescar y atrapar aves, y de la domesticación del fuego. La razón de esta divergencia es una incógnita, y se han aventurado muchas teorías para explicar por qué, luego de 150 mil años de existencia, de pronto los humanos dieron un salto tecnológico. El detonante pudo ser una mutación cerebral, el consumo de alimentos cocidos; tal vez el surgimiento del lenguaje, o un aumento en la densidad de la población.

Otra posibilidad es que todos estos elementos, realmente relevantes, fueran impulsados por algo más… Por ejemplo, que el aumento de población obligara a encontrar nuevas formas de comunicación, como el lenguaje, lo que permitió una transferencia más rápida de hábitos (cocer los alimentos) y de conocimientos, tanto tecnológicos (elaborar herramientas más complejas), como culturales (el arte rupestre).

De acuerdo con investigadores de la Universidad Duke, el factor central pudo ser una reducción en los niveles de testosterona, que atenuó la agresividad, permitiendo que se desarrollara la amabilidad y tolerancia necesarias para promover la convivencia y la cooperación, fuente del intercambio cultural, la innovación tecnológica y la creación artística.

El estudio, publicado en Current Anthropology, encontró pruebas de este cambio hormonal en la morfología de más de mil 400 cráneos humanos, de diferentes etapas de nuestra genealogía.

Por investigaciones anteriores se sabe que el rostro humano recibe una enorme influencia de las hormonas, incluso desde el desarrollo intrauterino, porque características fisonómicas como barbilla, mandíbula, nariz, pómulos, y principalmente la prominencia del entrecejo, llamada también arco supraorbitario, o superciliar, tienen receptores para la testosterona. Por tanto, altos niveles de testosterona producen una acentuación de estos rasgos, mientras que un nivel menor de esta hormona los disminuye.

Imagen compuesta que presenta las diferencias faciales entre un humano moderno de la antigüedad, con prominente arco supraorbitario y una frente más amplia, y un humano moderno más reciente, cuyos rasgos son más redondeados y su arco supraorbitario mucho menos prominente. La acentuación de estas características puede asociarse con la influencia de la hormona testosterona. Crédito: Robert Cieri, University of Utah.

Imagen compuesta que presenta las diferencias faciales entre un humano moderno de la antigüedad, con prominente arco supraorbitario y una frente más amplia, y un humano moderno más reciente, cuyos rasgos son más redondeados y su arco supraorbitario mucho menos prominente. La acentuación de estas características puede asociarse con la influencia de la hormona testosterona. Crédito: Robert Cieri, University of Utah.

Para su análisis, el equipo, dirigido por Robert Cieri, hoy en la Universidad de Utah, junto con los expertos en cognición Brian Hare y Jingzhi Tan, comparó el arco supraorbitario, la forma facial y el volumen interior de 13 cráneos de humanos modernos, pero con más de 80 mil años de antigüedad; 41 cráneos con una edad de entre 38 mil y diez mil años, y una muestra global de mil 367 cráneos, de 30 diferentes poblaciones étnicas.

Como resultado, encontraron una tendencia a la disminución del arco supraorbitario, acompañada por el acortamiento de la frente, lo que fue dando como resultado cráneos más redondeados, rasgos que generalmente reflejan una reducción de los niveles de testosterona, aproximadamente hacia la misma época en que comenzó a florecer la cultura humana. En opinión de Cieri, esto probablemente estimuló el desarrollo de un temperamento más cooperativo, que pudo abrir la puerta a conductas humanas modernas, relacionadas con la innovación tecnológica, la producción artística y un rápido intercambio cultural.

Este argumento coincide con observaciones realizadas en especies no humanas, que asocian cambios morfológicos con la influencia biológica de la evolución. Una de ellas es un estudio clásico, que fue iniciado por el científico ruso Dimitri Beliáyev en la década de 1950. En éste, efectuado con zorros siberianos, fueron reproducidos selectivamente aquellos que eran menos temerosos y agresivos hacia los humanos. Tras varias generaciones, el resultado fue una conducta más mansa, similar a la de los perros domésticos, que se reflejó también en una apariencia diferente, que parecía conservar los rasgos juveniles.

Brian Hare asegura que la observación de los procesos que producen este tipo de cambios en otros animales podría explicarnos, cuando menos en parte, quiénes somos y cómo llegamos a serlo. Hare estudia también las diferencias que existen entre nuestros parientes vivos más próximos: la tendencia a la agresividad y dominación por parte de los chimpancés, frente a la sociabilidad y regocijo de los bonobos. Por sus condiciones geográficas, estos dos tipos de simios evolucionaron de manera diferente y, según descubrió un estudio de la Universidad de Harvard, responden de distinta manera al estrés social.

Los chimpancés viven en sociedades dominadas por los machos, en las que la jerarquía es fundamental y la agresividad puede ser excesiva. Por el contrario, en la sociedad de los bonobos, generalmente domina una hembra, y su tolerancia permite una mayor cooperación. Para averiguar si las diferencias en la conducta competitiva podrían explicarse por una variación en las respuestas fisiológicas, la investigación, dirigida por Victoria Wobber, registró los cambios hormonales de ambos grupos. Los machos chimpancés pasan por un fuerte aumento de testosterona durante la pubertad, en contraste con los bonobos, y las observaciones descubrieron que, aunque los machos de ambas especies presentaban cambios hormonales antes de competir por la comida, las hormonas en juego eran distintas para cada uno.

Los chimpancés efectivamente tenían un aumento en testosterona, que se piensa prepara a los animales para la competencia, o para enfrentar una interacción agresiva. En contraste, los bonobos macho presentaron un incremento en cortisol, asociado con el estrés, pero también con estrategias sociales menos agresivas. Esto se refleja también en su morfología, principalmente la craneal.

Robert Cieri sostiene la hipótesis de que, al crecer el tamaño de los grupos que conviven, es necesaria una mayor tolerancia hacia los demás. En su opinión, esto permitió una mayor convivencia, y la transmisión de nuevos conocimientos entre nuestros antepasados humanos. Este aumento en la densidad de los grupos, cuya convivencia probablemente se hizo posible debido al cambio hormonal descrito, debió tener gran influencia en el posterior desarrollo de las habilidades mentales humanas.

Todos los mamíferos tenemos una neocorteza cerebral, pero hasta ahora sólo se ha demostrado una cultura acumulativa en los humanos. El crecimiento de la neocorteza humana es uno de los desarrollos evolutivos más importantes para la vida y la inteligencia. Y aunque se conoce poco sobre el propio origen de este rasgo en los humanos, en 2001, el antropólogo evolutivo Robin Dunbar sugirió que la neocorteza humana coevolucionó junto con el tamaño del grupo de nuestros ancestros. Análisis posteriores han revelado que, cuanto mayor es la neocorteza, mayor es el grupo que puede mantenerse como una entidad coherente, incluso en otros grupos de primates no humanos. Esta correlación puede aplicarse a la evolución de los homínidos, cuando además aparecieron el pensamiento racional y el lenguaje, habilidades que se producen en la neocorteza, que a su vez funcionó como pegamento social para incrementar el tamaño del grupo.

Al contrario de lo que afirma el llamado “darwinismo social”, una ideología que tergiversa el concepto de la “supervivencia del más apto” por la supervivencia del más fuerte (o agresivo), y sirve como justificación para imponer una competencia feroz a la cooperación, muchos científicos evolutivos, como la microbióloga Lynn Margulis, subrayan la importancia, y ubicuidad, de la conducta de colaboración en la naturaleza.

Después de todo, en palabras de Cieri, “la clave de nuestro éxito ha sido (y es) la capacidad para cooperar, convivir y aprender unos de otros”.

Verónica Guerrero (paradigmaxxi@yahoo.com)

Cieri, R., Churchill, S., Franciscus, R., Tan, J., & Hare, B. (2014). Craniofacial Feminization, Social Tolerance, and the Origins of Behavioral Modernity Current Anthropology, 55 (4), 419-443 DOI: 10.1086/677209

Información complementaria:

Bonobos have a secret

Victoria Wobbera, Brian Hareb, Jean Mabotoc, Susan Lipsona, Richard Wranghama, and Peter T. Ellison, ‘Diferencial changes in steroid hormones before competition in bonobos and chimpanzees’, PNAS published ahead of print June 28, 2010, doi:10.1073/pnas.1007411107

Dunbar, R.  2001.  Brains on two legs: group size and the evolution of intelligence.  In Tree of Origin: What Primate Behavior Can Tell Us About Human Social Evolution (173-191).  London: Harvard University Press.

Crédito imágenes:
1. Australopithecus afarensis by Cicero Moraes – Own work (Con
Licencia de Creative Commons)
2. Robert Cieri, University of Utah.

ResearchBlogging.org