Ludolf Wehekind nació en 1895 en Puerto España, Trinidad. A pesar de no recibir una educación formal en las ciencias, su interés por el mundo inexplorado que lo rodeaba lo llevaría a hacer grandes contribuciones a la historia natural de su país y de Venezuela. Buscando información sobre una de las especies de murciélago con las que trabajo, Vampyrum spectrum, tropecé con esta recopilación especial de sus aventuras (o desventuras) en campo. Fue publicada póstumamente en el Journal of the Trinidad Field Naturalists’ Club en 1965, y me gustaría compartirla con nuestros lectores como un vistazo fascinante al trabajo de los naturalistas del siglo pasado.

Agradezco el apoyo del personal del Journal of the Trinidad Field Naturalists’ Club, hoy Living World (ttfnc.org/livingworld), en este proyecto. El artículo original y una breve semblanza del autor están disponibles en inglés en el sitio de la revista: bit.ly/3157oh6.


Notas de paso

Ludolf Wehekind, 1965. Publicado originalmente en el número 36 del Journal of the Trinidad Field Naturalists’ Club.

Traducción: Fernando Gual Suárez

Buscando murciélagos en las colinas cerca de Tunapuna, Trinidad, encontré un árbol de ceiba con un hueco amplio. No recuerdo la fecha, pero debe haber sido un viernes trece, porque al entrar al hueco me encontré cara a cara con una enorme tarántula, animal que detesto. Debe haber aparecido a unas tres pulgadas [7.5 cm] de mi nariz. No bastando esto, al incorporarme rápidamente mi casco colonial [ver foto – n. del t.] golpeó con el otro lado del hueco, lo que alborotó a un panal de abejas sin aguijón. No, no pican, pero muerden, y encontraron los orificios del casco y masticaron mi calva. Dejé a los murciélagos solos ese día, pero al regresar al árbol un par de semanas después, pude colectar una pareja de Vampyrum spectrum [falso vampiro de Linneo – n. del t.], cuyo contenido estomacal probó que esta especie es carnívora y no frugívora como se ha reportado antes. Los estómagos contenían restos de pelo, huesos y plumas.

Cuando estuve en Venezuela tenía el hábito de salir a caminar después del trabajo. Siempre con mi pistola, caminaba por las vías de un tren que corre a través de selvas densas y pantanos para ver qué podía cazar. Una tarde, cerca del atardecer, me encontraba en un sitio conocido como el Desvío de las Tres Millas (three mile switch) cuando, veinte yardas [18 m] frente a mí, un bello puma cruzó elegantemente las vías del tren y se detuvo. Me paré en seco y nos miramos el uno al otro mientras él movía la cola. “Bueno, sigue tu camino, hermano”, le dije. No disparé porque hubiera sido buscar problemas considerando que mis municiones eran de bajo calibre. El felino siguió su camino y yo el mío, pero en direcciones opuestas. Era un espécimen magnífico: caminando sobre la vía cada pata estaba de un lado de los rieles. Afortunadamente estaba solo, porque si hubiese estado con uno de aquellos colegas gatillo alegre con los que he trabajado, seguramente habría disparado, poniéndonos en peligro.

En otra ocasión, estaba con un amigo en una canoa en el río Guanoco [Venezuela – n. del t.] cuando un jaguar adulto salió del monte y cruzó el río, que tendría unas cien yardas [91 m] de ancho. Mi compañero quería perseguirlo en la canoa y golpearlo con el remo (“remo alegre”, digamos, ya que no cargaba una pistola en ese momento). Hay mucha gente loca en el mundo que busca problemas en el monte y lo llaman “aventura”, y después escriben libros sobre sus escapes por los pelos y el peligro de los animales silvestres. Si buscas problemas, los encontrarás.

Alguna vez tuve una experiencia extraña cuando perseguía algunos pavos silvestres (Pipile pipile). Podía escucharlos en la cima de una colina pero, al trepar hasta arriba, habían desaparecido, así que me acosté en el suelo a descansar. Algunos zopilotes (Coragyps sp.) volaban alto. No les puse mucha atención hasta que hicieron un círculo y empezaron a bajar en espiral. Uno aterrizó en una rama seca, después un segundo, y luego otro, hasta que tuve a cuatro de ellos alrededor observándome, aparentemente esperanzados de una comida. Uno bajó al camino cerca de mi cabeza. Había tenido suficiente, así que me incorporé y volaron. No sé si los atraje con la vista o el olfato, pero solamente espero que no haya sido este último ya que los zopilotes se alimentan de carroña.

Una vez, me enviaron una gran boa constrictor de la presa Quare [Trinidad– n. del t.], de alrededor de trece pies [4 m], según estimé. La coloqué en una caja adecuada y traje una gallina joven para alimentarla. La gallina tenía el hábito de posarse en la serpiente y picotearla; después me di cuenta de que le estaba picoteando las garrapatas. Cada vez que la serpiente levantaba la cabeza para investigar a la gallina sacando la lengua, la gallina, supongo que pensando que la lengua era alguna especie de gusano, la picoteaba en el hocico, causando que la serpiente silbara y regresara a su posición inicial. Resulta que esto se prolongó por una semana y, como la serpiente se negaba a comer (quizás le tenía miedo a la gallina), decidí liberar a ambas: la gallina definitivamente lo merecía. Llevé a la serpiente en un camión de pasajeros al valle del Quare para liberarla. Puse la caja en el suelo y extraje a la serpiente, pero ésta de inmediato regresó a la caja. Esto sucedió varias veces y ya me estaba cansando del jueguito, así que volteé la caja con ayuda del conductor y regresé la caja vacía al camión. La serpiente permaneció en el camino, y yo me estaba preguntando qué hacer para deshacerme de ella cuando tres hombres aparecieron rodando colina abajo en bicicletas. Se escucharon gritos y el chillido de sus frenos, y tuvieron suerte de no ser catapultados sobre el manubrio. En todo caso, para este punto se estaba haciendo tarde y yo debía deshacerme de la boa. Entonces noté que cuando caminaba, la serpiente me seguía, así que caminé lentamente hacia la vegetación. De pronto, corrí en ángulo recto a la serpiente y la dejé ahí. Al final, me tomó casi una hora deshacerme de ella.

En dos ocasiones he tenido encuentros desafortunados con avispas. El primero sucedió cuando suplía al superintendente de la presa Quare, donde tenía el hábito de salir a caminar en el bosque después del trabajo. Bajando una pendiente pronunciada, cogí un árbol pequeño para controlar mi descenso sin notar el gran nido de avispas (Synoeca surinama) en él. Todo sucedió rápido: las avispas atacaron mi cara, cuello y antebrazos en enjambre. El dolor fue tan agudo y súbito que caí y aterricé de cara, quedándome sin aire por el golpe. Cuando me recuperé y miré a mi alrededor, me di cuenta de que era vigilado por un semicírculo de avispas en el suelo. Después de un rato, las avispas comenzaron a volar de regreso al nido, una por una, en intervalos. Finalmente, sólo una se quedó a vigilarme diez pies [3 m] al frente, mientras yo la observaba preguntándome si sería prudente moverme. Permanecimos así por alrededor de diez minutos, o así lo pareció, hasta que junté valor y comencé a deslizarme hacia atrás, un pie a la vez, hasta que consideré que estaba lo suficientemente lejos para levantarme.

El segundo encuentro memorable sucedió en Venezuela, cuando me encontraba subiendo a pie una colina en la selva (lastrajo [vegetación secundaria en Trinidad – n. del t.]) y estuve a punto de meter la cara en un gran nido de avispas papeleras (Polistes sp.). Metí freno a fondo, por así decirlo, y me detuve. Observé a las avispas zumbar y esperé hasta que se calmaron y volvieron al nido. Me di la vuelta y empecé a caminar colina abajo cuando, de pronto, sentí dos aguijonazos en mi parte posterior. Brinqué con un grito y aterricé de un sentón un poco más adelante. Si esto es lo que una avispa llamaría un chiste, yo debía ver el lado gracioso, así que solté una carcajada.

Otra “aventura” que tuve en Venezuela, mientras armaba una colección de peces para la Academia de Ciencias Naturales de Philadelphia, fue más un mal susto que una aventura. Un día, mientras navegaba río arriba, captó mi atención un bello grupo de orquídeas abeja en un árbol a la orilla del banco lodoso del río. Empecé a caminar hacia él por la pendiente, de aproximadamente treinta yardas [27 m], cuando de pronto, saltó hacia mí un enorme caimán de ocho o diez pies [2-3 m] y, créanme, vaya que estos animales se pueden mover. Yo estaba hasta las rodillas en el lodo y no podía zafarme. No sabía qué hacer, y todo tipo de ideas locas pasó por mi cabeza. Al final, el viejo truco de quedarse perfectamente quieto pareció funcionar, pues el reptil pasó a unos tres pies [1 m], bañándome de lodo y lanzándose al río cerca de mi canoa, que mis hombres casi voltearon de la emoción. Cuando mi corazón volvió a latir, me dirigí al barco olvidándome de las orquídeas.

Revisando mis notas y apuntes, me he dado cuenta de que sólo en una ocasión, que yo me haya enterado, he estado en grave peligro de ser mordido por una serpiente venenosa. Esto sucedió mientras atravesaba una plantación de cacao abandonada en la cabecera del valle Maraval [Trinidad – n. del t.], cuando estuve a punto de pisar una cascabel muda (Lachesis muta) enroscada, una de las serpientes más letales. Debe haber estado dormida. No tengo idea de qué me hizo voltear hacia abajo en ese momento, y no sé si rompí algún récord de salto hacia atrás con un pie, pero el brinco me puso fuera de la zona de peligro. Tenía conmigo una calibre .22, y mi mano no tembló cuando le disparé en la cabeza. Fue sólo cinco o diez minutos después de dispararle y ponerla en un saco que asimilé lo sucedido y comencé a temblar. Un fuerte trago de Vat 19 [ron trinitario – n. del t.] solucionó esto.


Hoy en día pocos biólogos de campo considerarían siquiera la posibilidad de colectar un jaguar: tristemente los encuentros cercanos con éste y otros majestuosos animales silvestres cada vez son más raros inclusive para quienes salen a buscarlos. Sin embargo, estoy seguro de que más de uno podemos encontrar en nuestras experiencias algo del espíritu de fascinación traviesa que nos transmite Wehekind desde el pasado.

Sea el ataque inesperado de un ave rapaz que defiende su nido, un avistamiento fascinante en la noche o los desafortunadamente comunes encuentros con miembros del orden Hymenoptera y sus aguijones (por mencionar algunas cosas que a mí me han pasado), trabajar en el campo nos llena de historias que vale la pena contar. En este espíritu, agradecemos a todas las personas que han contribuido con sus propias aventuras a este blog. Esperamos que estas historias inspiren a otros a, más allá del trabajo con los organismos que nos interesan, disfrutar la bella tradición humana de salir a explorar.