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Somos animales sociales, no cabe duda. Como primates, hemos desarrollado grandes cerebros para manejar complejos sistemas sociales. Nos gusta vivir en grupos y tener un sentido de pertenencia y por tal motivo asumimos modelos, ideas y opiniones que son populares en determinada época o lugar, muchas veces de manera consciente, pero en otros casos inconscientemente.

Por ejemplo, en general nadie necesita conocer los conceptos teóricos de la belleza física para determinar si una persona le parece atractiva o no. Salvo algunos especialistas en estética, pocos pueden definir con exactitud en qué consiste la “belleza física”, ni siquiera los jueces de los supuestos concursos de belleza y, sin embargo, existen “cánones implícitos” para lo que se considera físicamente atractivo, y esto tiene gran influencia en la vida de las personas. De acuerdo con estudios como los que refiere el economista de la Universidad de Texas Daniel Hamermesh, los individuos (e individuas) considerados atractivos pueden tener carreras más exitosas, mejores ingresos, y recibir un trato más favorable por parte de los demás. Se convierten también en los “rostros” que nos seducen para comprar algún producto y no otro, con la no siempre velada sugestión de que esto nos puede hacer más parecidos a ellos y, por lo tanto, más populares.

Tras miles de años de debatir cuál es la razón de que ciertos rasgos o proporciones físicas le parezcan más atractivos que otros a la mayoría de las personas, las conclusiones apuntan a dos respuestas fundamentales: los humanos prefieren características biológicas que sugieren juventud, salud y fertilidad, en combinación con los ideales estéticos de cada época y lugar, que están formados por factores ambientales y sociales, como son las normas culturales, e incluso las diferencias socioeconómicas.

El aspecto biológico, que impulsa a buscar parejas sanas, con un buen sistema inmunológico para producir vástagos que tengan esas mismas ventajas evolutivas, probablemente se ha “programado” en nuestros genes a lo largo de millones de años de selección natural. En contraste, el aspecto sociocultural de lo que se considera “belleza física” es muy variable, aunque se piensa que generalmente los cambios en los modelos de belleza no se producen de manera repentina, sino con el paso de décadas o siglos.

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No obstante, Haiyang Yang, de la Escuela de Negocios Carey, de Johns Hopkins, y Leonard Lee, actualmente en la Universidad Nacional de Singapur, desafiaron la idea de que nuestras opiniones sobre el atractivo físico son rígidas y definitivas. Por el contrario, argumentan que nuestros estándares de belleza cambian constantemente, para alinearse con las opiniones estéticas de otras personas. En su investigación encontraron, además, que este cambio puede ser automático, inconsciente e instantáneo, sin que exista ninguna presión social externa, y que consigue alterar nuestros juicios posteriores acerca de la belleza.

Los investigadores verificaron esta hipótesis a lo largo de varios estudios, tanto en campo como en su laboratorio. Primero, observaron unas 800 mil evaluaciones, realizadas anónimamente por más de 60 mil visitantes de un sitio de citas en internet, que calificaban el atractivo de varias fotografías de personas, en una escala del uno al diez, donde el diez era el nivel máximo de atractivo. Los visitantes sólo tenían acceso a la puntuación promedio de cada fotografía hasta después de haber realizado su propia evaluación, por lo que al hacerla desconocían las calificaciones que le habían dado los demás.

Yang y Lee observaron que conforme los visitantes evaluaban más y más fotografías, sus puntuaciones comenzaban a acercarse a los promedios generales, a pesar de que los desconocían en el momento de registrar su calificación. Este fenómeno hizo que algunas fotografías se volvieran “instantáneamente atractivas” para los visitantes del sitio, mientras que otras perdían todo su atractivo.

Más tarde, en un experimento controlado, los investigadores alteraron la forma como se presentaban las calificaciones promedio a los participantes. En algunos casos, éstos podían ver el promedio antes de realizar su propia evaluación y, en otros, el promedio aparecía hasta después. Pero, en otras ocasiones, el promedio simplemente no se mostraba nunca.

Como era de esperarse, quienes veían los promedios antes de emitir su propio juicio eran influidos por éstos y, en consecuencia, coincidían con ellos. Sin embargo, también coincidieron con los promedios aquellos participantes que sólo los vieron hasta después de registrar su propia evaluación. Curiosamente, los únicos que no coincidieron con los promedios fueron quienes nunca vieron esa información. Al contrario, estos últimos parecían refinar sus propios estándares individuales al evaluar cada fotografía.

Para los autores, estos resultados son una evidencia de que la opinión de los demás sobre la belleza puede afectar de manera inconsciente e instantánea nuestros estándares personales de belleza.

Con el propósito de averiguar si dichos estándares personales pueden alterarse de manera arbitraria, en otro experimento, después de evaluar cada fotografía todos los participantes podían ver el promedio de evaluaciones de esa fotografía. Lo que no sabían era que, en algunos casos, esos promedios habían sido alterados para presentar calificaciones más bajas. Al final, las puntuaciones de los voluntarios que habían visto las fotos con los promedios alterados reflejaban también esta modificación, desviándose cada vez más del promedio real. Con todo, en una entrevista posterior a este experimento, la mayoría de los participantes aseguró que sus opiniones no habían sido afectadas por los promedios generales, lo que indicaba que nunca fueron conscientes de dicha influencia.

Los autores concluyen que las personas evalúan, en este caso el atractivo físico individual, a partir de los estándares de belleza que tienen en el momento de emitir su opinión. Pero como estos estándares se actualizan constante y automáticamente hasta unificarse con las opiniones estéticas de los demás, los juicios personales subsecuentes se modifican, orientándose hacia el gusto promedio. A diferencia de lo que sucede cuando alguien adopta la opinión general por una presión social, esta unificación sobre la opinión estética se produce sin que las personas sean conscientes de ello, e incluso cuando es anónima.

Esta imperceptible, pero definitiva influencia del grupo sobre las opiniones personales también se reflejó en un estudio realizado por Damon Centola, director del Grupo de Redes Dinámicas de la Universidad de Pensilvania, y el físico Andrea Baronchelli, de la City University of London. Los científicos buscaban explicar científicamente cómo es posible que algunas ideas y conductas, que pueden ir de los nombres preferidos para los bebés hasta los estándares de conducta profesional, se vuelvan repentinamente populares.

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Con la hipótesis de que este fenómeno sólo depende de las interacciones normales entre las personas, en redes sociales físicas o virtuales, diseñaron un experimento para averiguar cómo las poblaciones grandes pueden llegar a un consenso sin depender de algún tipo de líder, o de una fuente mediática que coordine las opiniones de sus integrantes. Así, crearon un juego en internet, que reclutó a participantes de muchas partes del mundo mediante anuncios en línea.

En cada ronda de este juego, dos participantes veían la fotografía de un rostro humano y debían darle un nombre. Cuando ambos le daban el mismo nombre, ganaban una pequeña cantidad de dinero; si no coincidían, perdían una pequeña cantidad, pero podían ver qué nombre había sugerido su compañero. El juego continuó, durante 40 rondas, con distintas parejas de participantes.

Este experimento les permitió conocer cómo las distintas formas de interacción entre los jugadores afectaba la habilidad del grupo para llegar a un consenso. Así, observaron los efectos en tres tipos diferentes de redes sociales que tenían la misma estructura básica: “red geográfica”, “mundo pequeño” y “mezcla aleatoria”. En todas ellas, los participantes desconocían con quién estaban jugando y cuántos participantes más había en el juego.

En la versión de “red geográfica”, los voluntarios interactuaban con sus cuatro “vecinos” más próximos, imitando un vecindario físico. En el “mundo pequeño”, también formaban grupos de cinco participantes, pero éstos provenían de cualquier parte de la red. En contraste, en la versión “aleatoria”, los voluntarios jugaban cada ronda con nuevos compañeros, elegidos al azar de entre todo el grupo de participantes.

Luego de varias rondas, comenzaron a surgir patrones distintivos en la conducta de los jugadores de cada variedad de red. En las primeras dos, aunque los voluntarios se coordinaban fácilmente con sus compañeros, no pudieron coincidir en un solo nombre “ganador”; siempre quedaban tres o cuatro nombres como favoritos, sin un acuerdo general. Sin embargo, en la red compuesta por una mezcla aleatoria, aunque al principio todo parecía ser caótico, con una serie de nombres propuestos sin ton ni son, luego de varias rondas de pronto todos los participantes de ese momento convinieron en elegir un solo nombre, en un consenso espontáneo alcanzado por personas que nunca habían interactuado entre sí.

Los investigadores habían creado un modelo matemático del proceso de coordinación social en una estructura de red que predecía el resultado de la mezcla aleatoria, un concepto de la física llamado “ruptura de la simetría”. Para verificar que no se tratara de una coincidencia, repitieron el experimento. Sus resultados se mantuvieron, sin importar que en el juego participaran 24, 48 o 96 voluntarios.

Esto explica cómo ciertas opiniones pueden surgir de manera repentina, aparentemente de ninguna parte, sin que sean promovidas por fuerzas externas, a diferencia de lo que sucede con la “influencia social informativa”, un fenómeno psicológico en el que las personas asumen las ideas o actos de otros en el intento de reflejar el comportamiento “correcto” en una situación determinada. Pero, además, sugiere que el mismo proceso podría funcionar en escalas mayores, lo que también explicaría, por ejemplo, cómo se forman las convenciones sociales, incluso en grupos enormes, como las naciones.

Igual que Yang y Lee, Centola y Baronchelli observaron que este proceso de construcción de un consenso puede manipularse, ajustando la forma como interactúan los participantes entre sí. Un sencillo cambio en la red social genera que los miembros de una población se vuelvan más propensos a coincidir espontáneamente en una opinión, en un juicio, o en una norma social. En paráfrasis de Yang, si la “noción de belleza” (o la orientación de la opinión pública) pueden construirse de manera instantánea, sería importante conocer profundamente cuáles son los procesos que entran en juego, e identificar los factores que pueden influir en esos procesos.

¿Es posible que una minoría modifique el consenso general? ¿Qué tan pequeña puede ser esa minoría? A estos investigadores, y seguramente a muchas otras personas, les interesa encontrar la respuesta.

Verónica Guerrero Mothelet (paradigmaXXI@yahoo.com)

Fuente:
Centola, D., & Baronchelli, A. (2015). The spontaneous emergence of conventions: An experimental study of cultural evolution Proceedings of the National Academy of Sciences DOI: 10.1073/pnas.1418838112

Información adicional:
Haiyang Yang and Leonard Lee (2014) ,»Instantaneously Hotter: the Dynamic Revision of Beauty Assessment Standards», in NA – Advances in Consumer Research Volume 42, eds. June Cotte and Stacy Wood, Duluth, MN : Association for Consumer Research, Pages: 744-745.

Golombek Diego. Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll). Siglo XXI Editores. Argentina, 2007.

Crédito de la imagen: Friend portrait collage, en The Society Pages. Algunos derechos reservados.

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