Texto por: Fernando Gual Suárez

En la Facultad de Ciencias, las prácticas de campo son parte integral de la vida de los “protobiólogos”, como algunos profesores se refieren a los estudiantes de Biología. Jóvenes con redes de insectos (y las ronchas que éstos dejan), cajas con microscopios, prensas para colecta de ejemplares botánicos (herborizados), cuadrantes, botellas con litros de muestras de agua turbia, bolsas de dormir y mochilas ridículamente llenas son avistamientos comunes en la Facultad. Las prácticas de campo son una forma de adquirir los conocimientos básicos requeridos para estudiar un superamos grupo o tema fuera de las aulas: ¿cómo capturar, procesar y liberar animales, desde tardígrados hasta murciélagos?, ¿qué datos se deben registrar cuando se levanta un censo para trabajos de ecología?, ¿cómo se puede tomar una muestra de tejido vegetal lo suficientemente grande sin lastimar a la planta?… Los estudiantes nos enfrentamos a estas problemáticas y, con la ayuda de un buen profesor, aprendemos los métodos necesarios para solucionarlas.

Independientemente de la valiosa información transmitida de profesor a estudiante sobre los contenidos de la materia, las prácticas de campo están llenas de pequeñas y grandes lecciones sobre cómo sobrevivir a las inclemencias de la naturaleza, refugios precarios, comida enlatada y a la convivencia y trabajo en equipo constante con el resto del grupo. Cabe aclarar que estas son lecciones que a menudo se aprenden a la mala. A veces pasando un momento difícil. A veces con sangre. O vómito y diarrea. O con varios días de frío miserable.

A continuación, narro cómo aprendí una de estas lecciones: por qué el biólogo de campo es, por antonomasia, biólogo “de bota”.

Tercer semestre. Práctica de campo de Plantas I. Una semana antes inicié los preparativos: comida, mudas de ropa, tijeras de poda, periódico para herborizar… y botas de campo. Mis botas las había heredado años antes de mi padre (veterinario de fauna silvestre, quien también ha tenido su buena dosis de trabajo de campo) y se notaba: la piel estaba desgastada en más de un punto, las suelas estaban a dos milímetros de ser lisas y la punta de una de ellas se estaba comenzando a abrir en dos. Más de una persona me recomendó enfáticamente cambiarlas antes de salir; no obstante, si tenía cuidado de no pisar charcos muy profundos no se les metía (mucho) el agua, así que pensé “¿Qué más da? Las saco una vez más antes de jubilarlas…”. Grave error.

Dado que en la materia de Plantas I se estudian generalidades de los grupos de plantas más primitivos, como musgos, helechos y afines, tendríamos que ir a buscarlas a los lugares donde habitan: zonas húmedas, con niebla y lluvia constantes y pocas perturbaciones humanas. El lugar elegido fue el poblado de Ixtlahuaco, en el estado de Hidalgo, rodeado por varias localidades con ecosistemas que van desde bosque de pino-encino hasta bosque mesófilo de montaña. Y así, con mis botas como de refugiado de guerra, me fui.

De día llovía, y mucho. De noche a madrugada había niebla. El suelo estaba cubierto de hojarasca, lodo y charcos. Caminando el primer día, los pies se me humedecieron. Los sentía congelados, pero la belleza de los paisajes y la toma de muestras para herborizados hicieron que olvidara la miserable condición de mis calcetines, y me resigné a pasar algunos días de frío en los pies.

A la mañana siguiente subimos por un camino delgado y zigzagueante a una colina detrás del pueblo. La mitad de la pronunciada pendiente estaba dedicada a mantener vacas, generándose un terreno de pasto resbaloso con plastas de estiércol y lodo por doquier. Más arriba, sin embargo, se encuentra un fragmento de bosque relativamente bien conservado en el que podríamos observar cícadas del género Dioon. La subida no fue problema: al igual que el día anterior, la emoción del trabajo hizo que olvidara las molestias.

FIG. 1

Aunque francamente desagradable de ver y oler (y pisar sin suela, claro), el excremento de vaca regado en cantidades industriales en la colina atrae a algunos habitantes del bosque, como a estos grillos de talla bastante respetable.

El desastre sucedió al bajar. Impaciente ante el lento descenso de mis compañeros, decidí brincarme parte del camino y tomar un atajo. Error: mi pie resbaló con una de las numerosas plastas de vaca repartidas en el prado. De haber traído unas botas en buenas condiciones, habría aterrizado con el otro pie en el camino y recuperado el equilibrio. El problema fue que, debido al ángulo y fuerza del impacto, al aterrizar con la bota de la punta abierta ésta finalmente cedió, y la suela se separó hasta la mitad del zapato, dejando mi pie expuesto.

Me encontraba a menos de la mitad del descenso. El camino era empinado, y yo no podía seguir mi camino con la bota así ya que la suela colgaba y se atoraba con el terreno, haciéndome trastabillar con cada paso. No sólo me enfrentaba a un campo minado de excremento bovino en el que tendría que apoyar el pie desprotegido, sino que la situación era francamente peligrosa, y si tropezaba con mi propia suela podría rodar varios metros hacia abajo, arriesgando mi seguridad y la de cualquiera que caminara delante de mí.

Afortunadamente, con un poco de ayuda de mis compañeros logré bajar la colina, y lo peor que me sucedió fue que el peculiar ruido de sploch sploch de mi bota me hizo objeto de burla por un rato (¿o era la misma bota que, con una sonrisa desencajada, se burlaba de mi testarudez?). El resto de la práctica, para evitar accidentes, tuve que utilizar unos tenis de tela que, si bien no hacían nada por detener el agua, el lodo y el frío, al menos tenían suelas. Mis botas viejas se fueron a la basura. Llegando de la práctica, en menos de una semana, fui a comprarme unas botas nuevas, con la promesa de cuidarlas con dedicación y siempre tenerlas en las mejores condiciones posibles para futuras salidas. Algo que hoy, a un año y varias prácticas de campo del evento, me parece tan obvio, por necio tuve que aprenderlo a la mala.

Protobiólogos: no cometan el mismo error. Mi anécdota no pasó de un poco de frío e incomodidad, pero son muchos los descuidos que nos pueden poner en riesgo en el campo: comida mal conservada, no seguir indicaciones de los profesores o líderes de expedición, no ponerse en contacto con alguien que conozca la zona antes de aventurarse en ella, no fajarse la camisa y las calcetas en zonas de garrapatas… Mantengan su equipo en buenas condiciones. Infórmense sobre el clima y relieve de la zona a visitar. Escuchen a quienes ya la conocen. En resumidas cuentas, no dejen que un accidente o incomodidad perfectamente evitable opaque la belleza de la biología “de bota”.